Lenguaje y Léxico de la Forma

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Esta semana escribe... Félix L. Suárez Riestra

Sobre el autor: Doctor arquitecto y profesor del Departamento de Mecánica de Medios Continuos en la ETSA de A Coruña. Su tesis doctoral alcanzó el Premio Extraordinario de Doctorado en el Ámbito de la Arquitectura en 2016. Extracto del libro publicado en la colección Arquitectura, Textos de Doctorado número 56, págs. 23-25.

Publicado el 28 de octubre de 2021

 

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Musée des Confluences, Coop Himmelb(l)au + Bollinger + Grohmann Ingenieure, 2013

 

La arquitectura produce, incluso sin quererlo, una notable cantidad de signos.
El arquitecto tiene como rol adecuar la forma a su contenido, provocar con su obra una reacción en el espectador, intentar decir algo (aunque no disponga de la palabra), comunicar. Este es el sustento de la arquitectura. (Quaroni, 1987:199)

 

 

Si pensamos en trasmisión escrita de este mensaje resulta evidente que los signos más simples del léxico formal de la arquitectura podrían ser el punto, la línea y el plano, que juntamente con las formas geométricas básicas conforman las estructuras mínimas de representación de la forma. La importancia de estos elementos cobra vigor cuando descubrimos que nuestro proceso perceptivo exige la identificación (abstracción) de estas formas simples, básicas, como proceso previo a la correcta interpretación de la información transmitida.

 

Los elementos formales más básicos y simples del lenguaje arquitectónico (la columna, el arco, la bóveda, el dintel...) son codificados en el mensaje como puntos, líneas, planos o espacios que surgen mediante su combina­ción, conformando sistemas volumétricos determinados que somos capaces de intuir, permitiendo generar a su vez dialectos arquitectónicos concretos Los juegos de orden-desorden, homogeneidad-heterogeneidad, regulari­dad-irregularidad, simetría-asimetría… se establecen por combinación de estos elementos fundamentales, y se convierten en recursos léxicos propios de la composición arquitectónica que precisan de una toma de decisión consciente por parte del proyectista.

 

 

Junto a ellos se desarrollan los valores expresivos, que permiten cualificar una determinada unidad simple. El tamaño, la dimensión o la proporción permiten establecer una jerarquización de la forma. El color o el tono son los factores que potencian o esconder un determinado objeto establecien­do ese juego con la luz que puede condicionar la estimulación sensorial. Las texturas que caracterizan determinados materiales y que generan en las superficies de las formas (y a su interior) de una plástica específica. La di­rección o el movimiento queda sugerido mediante una simple orientación de las formas o la generación de una trayectoria que comunica un dina­mismo que condiciona la manera en que se percibe el espacio. El ritmo, la generación de una repetición en la que es posible observar un cierto orden, constituye un recurso expresivo que posibilita a la parte racional disponer de tiempo suficiente para aceptar el mensaje formal que tan inquietante podría parecer en sistemas desorganizados.

 

Pero por si esto fuera poco, y si nos centramos en la forma plástica, expre­siva, de un sistema estructural, no podemos olvidar el hecho de que estos signos básicos serán caracterizados en relación a la disposición espacial en que se sitúan, es decir, puestas en valor en función a su contexto compo­sitivo. Y es ahí en donde se significan, y es ahí en donde adquieren valor, parte que sólo significa en su relación con el conjunto.

 

El ser humano no percibe los objetos como una individualidad sino como un conjunto, recibiendo el “bombardeo” sensorial de un innumerable agre­gado de informaciones que provienen de la presencia del objeto, del espa­cio y de las circunstancias en las que se desarrolla la forma de ese objeto. Resulta preciso apreciar en una composición equilibrada cómo todos los factores de tipo de la forma se determinan mutuamente, interactúan de tal manera que el todo resulta de un carácter de necesidad condicionada entre cada una de sus partes. Dentro de esta serie de factores que condicionan la percepción de la forma no todos se encuentran en igual posición de fuerza. En este proceso de apreciación visual la atención recae sobre determinados elementos del conjunto, que adoptan así un protagonismo significado fren­te a otras serie de elementos de la imagen que parecen quedar relegados a un papel de soporte visual. Este fondo o soporte se constituye mediante elementos que en muchas ocasiones resultan inmateriales, pero no por ello, inapreciables, pudiendo conformar el cuerpo de factores estructurales que parecerían ocultos.

 

 

Toda experiencia perceptiva se desarrolla hasta que somos capaces de en­contrar la estructura más sencilla que la define. La simplicidad, la regula­ridad, el orden, la simetría… son factores que facilitan la percepción de la estructura básica de la forma. La “buena forma” respondería bajo estas leyes a una propiedad inherente a las formas de la Naturaleza, en esa ve­rificación de que cualquier sistema tiende de manera espontánea a buscar una condición de equilibrio, la configuración energética mínima, la más económica y regular. En la búsqueda de esta presencia se orienta todo el sistema perceptivo.

 

 

Podemos acordar que una de las leyes fundamentales que rigen la percep­ción de la buena forma reside en la inmediatez con que se recibe el mensa­je de simplicidad y orden adecuadamente jerarquizado de cada una de las partes que conforman un objeto (arquitectónico). En este sentido las obras de autores como Mies van der Rohe, el efecto más grande en los medios más concisos, o Le Corbusier, por tiempo adalides del nuevo entendimiento de la estructura en la modernidad, necesariamente surgen de esta búsqueda sistemática de unos principios de economía geométrica y material, que muestran sin tapujos la esencia formal de lo resistente.