Respiraciones

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Esta semana escribe Ángel Martínez García-Posada

Sobre el autor: Doctor Arquitecto y Profesor Titular Interino del Departamento de Proyectos Arquitectónicos de la ETSA de Sevilla. Ha publicado recientemente los libros La Obra Abierta. La idea de tiempo en las obras de arquitectura y arte en el territorio (Vol. I y II) con Pablo Blázquez Jesús y Javier Navarro de Pablos.

Publicado el 9 de septiembre de 2021

  

 

Al final de la extraña primavera de 2020, el Museo de Bellas Artes de Bilbao invitó a la artista Maider López a intervenir en su edificio con un montaje específico en el marco de su programa “La Obra Invitada”. Durante dos meses preparatorios López pudo acudir al museo, entonces cerrado, y constatar, frente al posible interrogante borgiano, que las obras seguían allí, latiendo, aunque nadie pudiera contemplarlas.

 

El trabajo finalmente expuesto, Arnasa, que significa respiración en euskera, consistió en una instalación que graduaba la iluminación artificial del edificio como si estuviera respirando, desde la caída del sol hasta la una de la madrugada, que podía sólo observarse desde fuera, aunque, incluso así, los potenciales espectadores estuvieran sometidos a eventuales restricciones de movilidad u horarios. Arnasa era en efecto una de esas piezas site specific, no sólo por la finura de la ejecución en su diálogo con esa construcción en concreto, sino, especialmente, por las circunstancias de ese tiempo en que el desapercibido acto esencial de respirar estaba siendo subrayado así como la preocupación técnica por la adecuada ventilación del aire de nuestras edificaciones. Mientras algunas webs difundían el montaje de López uno se imaginaba en aquellos momentos a otros interiores añorando a su público, como si fueran ellos los que ahora observaran a través de las ventanas la vida contenida tras los marcos. Como en aquel cuento de García Márquez, “La luz es como el agua”, la iluminación del centro bilbaíno fluía a través de los huecos, artificialmente mecida en este caso por la emulación de la cadencia calmada que nos es propia a los humanos. En virtud de la instalación, esa operación prosopopéyica, tan afecta a nosotros, intérpretes de la arquitectura, propia o ajena, cuando explicamos nuestros proyectos otorgándoles atributos humanos, usando infinitivos como abrir, mirar, incluso respirar, se colocaba en primer término.

En aquellos días en que uno mismo velaba por el mundo ahí afuera desde su propio balcón, preguntándose qué sería de tantos escenarios condenados a una espera vacante, llegué a leer algún supuesto experto en la materia, que los museos, vaciados por la pandemia, tenían problemas para mantener las condiciones atmosféricas idóneas, pues sus puertas habían dejado de abrirse y no contaban con la habitual carga de personas dentro respirando. En este mismo Instituto de Ciencias de la Arquitectura y la Construcción habrá posiblemente especialistas que podrán matizar esta declaración que algún intermediario simplificaría al volcarlo a los medios; es lógico pensar que si las condiciones de contorno, esto es, visitantes o aperturas, variaban, habría que estudiar nuevos parámetros o mecanismos compensatorios. Sin embargo, aunque mis ilustres compañeros puedan esgrimir que la conjetura de este experto fuera reduccionista, o relativa, convendrán conmigo en el lirismo de esta tesis: es nuestra respiración la que mantiene viva a las obras.

Apenas un mes después de que Maider López presentara su propuesta, tuvo cierta repercusión mediática otro trabajo que también, desde una cierta redundancia orgánica, y en otro gran interior que añoraba a su público temporalmente perdido, como se ve, es inevitable deslizarnos a los vicios prosopopéyicos: la interpretación del Concierto para el bioceno en el Liceo de Barcelona, retransmitida en streaming. La performance tuvo algún valor conceptual y fotogénico, y ciertos ecos de Perejaume: dos mil doscientas noventa y dos plantas escuchaban a un cuarteto de cuerda interpretando Crisantemi, de Puccini, música habitual de funerales. En las semanas previas yo no había sido el único en advertir que los caminos alrededor de mi casa se habían llenado de una discreta vegetación salvaje que pintaba ahora de verde las juntas entre baldosas dado que nadie las pisaba, al concederles un tiempo para que pudieran asomarse por encima del suelo. Otros muchos hablaron también de cómo la naturaleza siguió abriéndose paso ahora que nosotros parcialmente nos habíamos retirado. En ese tiempo uno también prestaba más atención de la acostumbrada a ciertos titulares científicos: según señalaba el CSIC, el físico Javier Tamayo lograba medir por primera vez la frecuencia de resonancia de una única bacteria, un hallazgo que parecía anunciar la esperanza de lograr dispositivos que pudieran detectar, a gran escala, con alta sensibilidad, cualquier virus o bacteria, uno de esos momentos emocionantes en que la investigación básica se asomaba ya al umbral de la aplicada.

A mí, melómano de escaso conocimiento clásico, si acaso interesado apenas por algunos de sus cauces narrativos, conceptuales, metalingüísticos, como el estudio de las partituras como traducciones gráficas la inmaterialidad, como la atención a los procesos abstractos y arbitrarios de la composición, como algunas especulaciones creativas tal que la del metrónomo de Beethoven que algunos suponen estropeado y que tal vez confiriera a sus obras ese tempo misterioso, me ha resultado siempre fascinante la constatación de ciertos detalles puntuales que datan en el tiempo, o a veces el espacio, el contexto en definitiva, la humanidad particular de obras universales. Sucede así con la posibilidad de escuchar en algunas grabaciones otros sonidos que no estaban en la partitura y fueron atrapados en la grabación, tal que el golpeo inconsciente de algunos instrumentos, el rozamiento de los dedos sobre las cuerdas de las guitarras, y, sobre todo, por su reinante valor simbólico, la respiración de los pianistas. Solemos repetir esa anécdota que John Cage a menudo recordaba, cuando en el interior de una cámara anecoica escuchó un sonido grave y otro agudo, y el ingeniero de sonido le explicaba que se trataban de su sistema nervioso y de su circulación sanguínea, lo que le llevó a postular la imposibilidad del silencio absoluto.

Esos intérpretes cuyas respiraciones seguimos escuchando en las grabaciones, aunque quizás estén ya muertos, siguen vivos en los discos, como lo están todas esas personas, probablemente ya muchas fallecidas, que enlatadas se siguen riendo con nosotros en algunas comedias televisivas. Los estudiosos versados en las piezas clásicas de piano son capaces de distinguir los matices desplegados si es uno u otro el instrumento utilizado, igual que saben disfrutar del modo único, distintivo, en que un afamado intérprete hizo suya alguna pieza, por su abordaje, por su velocidad, por su fluencia, pero a mí, no especialista, ese rastro humano secreto y acuse de la inexorable imperfección, de la imposibilidad de silenciar algunas cosas que glosara Cage, me parece profundamente metafórico. Se trataría, pienso, de una huella inconsciente del intérprete, como cuando los conservadores de los cuadros, esos que andaban preocupados en si ahora reciben o no las dosis adecuadas de nuestras inhalaciones o exhalaciones que los mantengan sanos, nos enseñan que hay restos orgánicos identificables entre las capas derramadas de los Pollocks, o que a veces se aprecian las huellas digitales de Van Gogh en el borde de alguno de sus lienzos. Uno se acuerda de aquel personaje de Maestros Antiguos, de Thomas Bernhard, que acudía con asiduidad al Kunsthistorische Museum de Viena para intentar descubrir el defecto en las consideradas obras excelsas del arte, pensando en que eso acaso pudiera invalidarlas, cuando en todo caso probarían su palpitante humanidad.

Estos pintores, que eran los creadores de sus lienzos, no eran exactamente sus intérpretes. Para que la equivalencia con la respiración de los pianistas de las grabaciones fuera plena, tendríamos que disertar por una parte, desde Walter Benjamin, de la reproductibilidad de estas obras en papel o en nuevos formatos virtuales, y en la manera en que estas obras son cada una de ellas la misma y no la misma; o, por otra, deberíamos pensar en si hay algo en las obras musicales que apunte el rastro del latido o del pulso de sus autores, como humanísticamente ocurre, un pensamiento romántico pero cierto. Volviendo a la pintura, al margen de esas marcas superficiales de unos dedos o unos cabellos, es innegable que influye el modo de coger los pinceles que depende de la corporeidad del artista aunque algunos pintores pretendieran incluso, a la vuelta de cierta vanguardia, borrar la trazabilidad del gesto en la pintura. A mí mismo, quién sabe, tal vez me influya mientras escribo el surco hondo que ya acusa la tecla A de mi teclado, que se prolonga en parte en la vecina S, y que son como escalones desgastados, como tantas piedras vencidas de los edificios históricos, que hacen pensar que los mármoles fueran blandos. También podríamos hacer extensiva esta reflexión sobre las obras y sus circunstancias, al propio asunto retratado, bastaría detenerse en el modo en que los bodegones son dependientes de la luz entre las piezas, de la forma de estas, del estado de su envolvente, de las relaciones entre ellas, como incluso uno, torpemente, desde un tergiversado enfoque arquitectónico y transversal, ha escrito sobre los de Giorgio Morandi.

En este terreno incierto de metáforas y símiles antropomórficos, diría que quienes investigamos algunos edificios intentamos auscultarlos, llegar a escuchar, como el científico a su bacteria, el modo en que estos respiran: en las obras de arquitecturas, lejanamente, no necesariamente en el primer plano que sí ha de ocupar su funcionalidad, puede detectarse alguna respiración, en varios grados: la del edificio, la del tiempo, hasta la del autor en algún momento en que pudiera estar dibujándolo o construyéndolo, igual que también, como otro ejemplo más de huellas humanas asimilables a las de las trazas orgánicas en los lienzos, es visible la gestualidad de los obreros. En alguna ocasión he tratado de justificar este interés mío en armar hipótesis narrativas sobre las marcas, conscientes o inconscientes, de todos aquellos que intervienen en la gestación intelectual o física de un proyecto, desde el lápiz del arquitecto hasta el último habitante, igual que los arqueólogos aprecian los fragmentos de cerámica marcados, la terra sigillata, porque les permiten afianzar sus conjeturas con algunas pruebas objetivas; igual que a veces en algunos monumentos nos sobrecogen las marcas de los canteros más allá de la trascendencia de los libros, porque de repente nos trasladan, entre los muchos tiempos que las obras ilustres hayan podido atravesar, a un día concreto, a un hecho prosaico, a una inevitabilidad procesual, mundana y carnal, como vienen a ser esas respiraciones de los pianistas.

Uno de los textos de Rafael Moneo que más aprecio, “La soledad de los edificios”, hacía alusión de un modo sabio, y con algo de elegíaco, a esa noción que damos por asumida, la vida de los edificios, tan habitual que ni siquiera reparamos en que se trata de otra prosopopeya, porque los proyectos son inertes, aunque nos parezcan vivos, sin necesidad de que haya que hacer instalaciones que los hagan parecer respirar, como en la lúcida intervención de Maider López. Lo he citado algunas veces, y recordaba la atribución de humanidad en lo edilicio a través del término vida, o de la sensación de soledad, que sí evoqué cuando algunos edificios se quedaron sin usuarios en las jornadas de confinamiento, pero sólo ahora he reparado que Moneo empleaba esa metáfora de la arquitectura como el aire que respiramos, casi como aquel aire común del verso de Walt Whitman: “Nos tienta pensar que un edificio es una propuesta personal del arquitecto dentro del continuo proceso de la historia; pero hoy estoy convencido de que una vez que la construcción terminó, una vez que el edificio asume su propia realidad y su propio destino, todas aquellas preocupaciones que ocuparon a los arquitectos y que dieron lugar a tanto esfuerzo desapare­cen. Llega un tiempo en el que los edificios no necesitan de protección alguna de sus autores, ni necesitan que se expliquen las circunstancias en las que surgieron. En último término, las circunstancias son sólo pis­tas que permiten a los críticos e historiadores conocerlo mejor y hacer entender a los otros cómo tomaron su forma. El edificio se queda en completa soledad; no más afirmaciones polémicas, no más problemas. Ha adquirido su condición definitiva y permanecerá sólo para siempre, dueño de sí mismo. Me gusta ver cómo el edificio adquiere su peculiar condición, desarrolla su propia vida. De ahí que no crea que la arquitec­tura sea tan sólo la superestructura que introducimos cuando hablamos acerca de edificios. Prefiero pensar que la arquitectura es el aire que respiramos cuando los edificios han llegado a su soledad más radical”. Otro escrito que refiero habitualmente, “El tiempo, gran escultor”, de Marguerite Yourcenar, pulsaba esta misma tecla, el modo en que tras liberarse de los brazos del escultor las estatuas inician una segunda existencia en el tiempo, y alude asimismo a la vida al margen de la obra o su autor, al desgaste del tiempo a los distintos modos inasibles de per­durabilidad en un mundo transitorio. Modestamente uno trata de ir declamando su propio pensamiento en torno a esto, como la noción de la obra abierta, la convergencia de pasado, presente y futuro en el proyecto de arquitectura, su capacidad para ser testigo de historias y geografías, su valor para conectar tiempos y lugares, o sobre nuestro ingenuo aliento poético de intentar desvelar las marcas de la existencia humana en la materia de los edificios como quien lucha por identificar a una bacteria. Cualquiera de nosotros, investigadores de arquitecturas construidas, desde el amplio y rico espectro que va de lo técnico a lo humanístico, acaso somos rastreadores de respiraciones de arquitectura.